El canto de la sirena

Hace algún tiempo comencé un taller de relatos románticos. He estado buscando en el baúl de los recuerdos de mi disco externo y he encontrado algunos de los ejercicios que hice. Quiero compartir éste con vosotros.

Forcé mi garganta y mi voz se elevó sobre los gritos de los marineros y el chocar de las olas contra las rocas y los cascos de las naves. El mar se arremolinó a mi alrededor salpicándome con su sal. Tomé aire durante un segundo, dándoles un respiro a mis pulmones, y volví a cantar.

Katra, la bruja de los mares, me dijo que mi sitio, mi futuro, está fuera del agua, más allá del lugar donde el mar se funde con la tierra que tan inhóspita y peligrosa me parece.

Durante un segundo miré aquellas embarcaciones y a los marineros que luchaban por salir indemnes de la tormenta. Los había contemplado muchas veces y seguían siendo para mí criaturas extrañas y misteriosas. Nunca aprendí nada de los humanos y no sabía cómo viviría entre ellos. Tenía la esperanza de poder subir a una embarcación antes de llegar a tierra firme, estar rodeada de agua me haría sentir más segura durante mis primeros días entre aquellos seres.

Volví a llenar mis pulmones de aire y seguí cantando. Sentía como el mar se agitaba a mi alrededor, meciéndome como si bailara conmigo. Esa era mi despedida.

Antes de pensármelo dos veces, me sumergí y dejé que mi cuerpo cambiara de forma. Sabía que perder la cola sería doloroso, lo había probado de niña y me juré que nunca repetiría la experiencia. Sin embargo, ahí estaba, desgarrándome por dentro, soportando el dolor, reviviendo el momento más traumático para las sirenas después del nacimiento y la muerte.

Sentí como la mitad inferior de mi cuerpo se partía en dos. Intenté nadar, buscando un poco de alivio en el movimiento, pero lo único que conseguí fue sacar la cabeza fuera del agua y lanzar un grito atronador. Mi alarido se escuchó por encima de los truenos y supe que los hombres lo habrían oído.

Poco a poco el dolor fue disminuyendo a medida que el agotamiento se apoderaba de mí. Algo cambió a mi alrededor, el agua se volvió insoportablemente fría y me provocaba incontables pinchazos por todo el cuerpo. Todos mis músculos se agarrotaron y me quedé flotando inerte en el agua que se estaba amansando por el cese de mis cantos.

Poco a poco perdí la visión y los sonidos me abandonaron. Me encontré ciega y sorda. Pensé que moriría sola y sin ayuda de nadie y entonces, un fuerte golpe en la cabeza me hizo perder la conciencia.

Cuando comencé a despertar, sentí que temblaba de pies a cabeza pero una deliciosa calidez, hasta entonces desconocida para mí, me rodeaba.

—¡Se está despertando! —oí que gritaba alguien muy cerca de mí.

Me sobresalté y di un respingo por la impresión. Apenas me pude mover porque unos brazos fuertes y rudos me mantenían sujeta.

—¿Cómo se siente? —me preguntó en un susurro al oído, calentándomelo con su aliento—. ¿Se encuentra bien?

Su mejilla, áspera por la barba incipiente, rozó la mía y trasmitió un poco de calor a mi rostro entumecido. Me tranquilicé un poco al comprender que aquel hombre, por muy grande y rudo que fuera, no tenía ninguna intención de herirme.

Sacando fuerzas de donde no las tenía, conseguí alzar mi mano hasta colocarla sobre su nuca para acercarlo más a mí, para empaparme con el calor que desprendía su cuerpo.

—No me suelte —le supliqué con voz débil y entrecortada—. No me deje.

Como única respuesta, sus brazos se cerraron sobre mí con más fuerza, aplastándome contra un pecho duro como el coral y cálido como las aguas tropicales.

Sintiéndome más tranquila y segura, me dejé caer de nuevo en la inconsciencia poco después de sentir una ligera caricia en los labios, como el roce de la cola de un pez diminuto.



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